Hay dos fenómenos económicos sobre los que vengo reflexionando últimamente.
El primero de ellos es el llamado lonchafinismo. Su nombre viene de la, cada vez más frecuente, petición por parte de los consumidores a sus carniceros de que les corten las lonchas de jamón muy finas para, así, llevarse un mayor número de lochas por unidad de peso. Puede que no sea más que un caso más de ajuste de cuentas, control de la economía doméstica o consumo responsable, pero también puede que sea algo que hace unos años a nadie parecía preocuparle. A través del lonchafinismo pretendemos hacer ver que todo va bien, que seguimos haciendo las mismas cosas que antes. Se trata de un caso claro de resistencia a ver que estamos peor que antes, no podemos mantener el nivel de vida de antes, pero tampoco estamos dispuestos a renunciar a nada.
Otros ejemplos de lonchafinismo sería apurar las lentillas más días de lo aconsejado, espaciar más las visitas al supermercado, dejar el cine para películas que realmente nos interesa ver, ir en bici o a pie en lugar de coger el coche o incluso el autobús... El caso es que hay algunos factores que pueden intensificar nuestros comportamientos lonchafinistas, como por ejemplo la subida del IVA, lo que generaría resultados contraproducentes, ya que el 21% de nada es nada.
El otro fenómeno del que que quería hablaros hoy es la burguesía low-cost. Si pensáis un poco en los hábitos de ocio y consumo de las personas que os rodean (desde vuestra edad hasta los cuarenta años, por ejemplo) veréis que poco tienen que ver con los que tenían vuestros abuelos. Hoy en día, da la sensación (al menos hasta estos últimos tiempo de crisis) de que todo el mundo puede permitirse muchas más cosas materiales que la gente que vivía hace 60 años. Compramos muebles, vamos de vacaciones, compramos ropa con frecuencia, tenemos productos de higiene corporal y cosméticos, etc. Los hábitos de consumo se han homogeneizado entre clases sociales: ¡ha llegado la equidad!... Cuidado, no nos engañemos. Si existe esta aparente igualdad es porque una proporción enorme de la población tiene que recurrir al low-cost: muebles de Ikea o Conforma, ropa de Zara, vuelos con Ryanair y pernoctaciones en albergues, cenar en McDonalds, cremas del Mercadona, zapatillas y raquetas del Decathlon... No estamos todos al mismo nivel, aunque lo parezca, algunos (la mayoría) sólo puede vivir como un burgués porque existen estos modelos de negocio. ¿Quién puede pagar 3.000 euros por una mesa para comer, 1.000 euros por un traje o 60 euros por una crema facial?
Llevamos años viviendo bien, disfrutando de las posibilidades que el entorno nos ofrecía (nunca por encima de ellas, que no os engañen), pero no sé hasta cuándo esto durará. El lonchafinismo se va implantando, nadie quiere dejar de comer jamón, simplemente queremos que nos lo corten fino. El despertar puede ser duro...